Al plantearse la pregunta sobre el
sentido de la vida humana, naturalmente nos preguntamos por su fundamento,
y en ese sentido, la pregunta sobre Dios aparece como un enigma
que quisiéramos responder.
En el libro "Razones para
creer", Juan Antonio Sayés dice: “Si el hombre se plantea el problema de
Dios, es porque se plantea el problema de su propia vida, el sentido de su
propia existencia”. Continúa diciendo el autor que la pregunta
sobre Dios es una pregunta que el hombre llevará siempre en el fondo de su
propio corazón y de la que no podrá prescindir sino al precio de drogar su
conciencia para no enfrentarse con ella.
El autor dice que, en el hombre, en primer
lugar, hay una tendencia a una felicidad infinita. “El hombre programa
planes y proyectos que le dan ilusión, pero experimenta que una vez alcanzadas
esas metas tiene que volver a comenzar de nuevo. Experimenta el hombre así
la finitud de todo lo que consigue y sufre por ello de una insatisfacción
perenne que hace de su vida una continua tensión sin poder lograr nunca un
descanso definitivo, algo o alguien que sea su todo. Esto hace que el hombre se
plantee el problema de su felicidad en términos de infinito, en términos de
trascendencia”.
Seguidamente Sayés dice que aparte de esta sed de
infinito, hay en el hombre otra tendencia de la que no puede prescindir. Dice
que el hombre cuando es joven sueña con entregarse y hacer felices a los demás.
“El joven se dice a sí mismo una y mil veces que su vida va a merecer la pena,
que no va a ser del montón”. Pero, sin embargo, continua el autor,
ocurre que inmediatamente se entra en la vida surgen las decepciones
y puede ocurrir que, el joven renunciando a sus ideales, se vuelva lleno de
escepticismo sobre sí mismo y se diga: “bueno, dado que la vida es así, lo
único que se puede hacer es vivirla tratando de sacarle el mayor jugo posible,
tratando de comprar la felicidad”.
Ante este camino el autor dice que ocurre que el
hombre comprueba que a la larga no es feliz: lo tiene todo desde el punto de
vista material, pero al precio de haber enterrado los ideales nobles de su
juventud… y la felicidad no se compra. El autor se pregunta: ¿Qué hace
el hombre de hoy cuando sospecha de su enorme vacío interior?, a lo que se
responde: el hombre “no tiene otro recurso que no pensar, para no enfrentarse
con él. Ese es el hombre moderno; un hombre que lo tiene todo desde el punto de
vista material, pero con un vacío interior que raya en la angustia y en la
depresión. El único recurso que le queda es no pensar y tratar de vivir
de la experiencia del momento”.
“Nadie como V. Frankl ha dado con la clave del hombre
moderno” continúa diciendo Sayés. “Ha venido a decir Frankl que la dimensión
más profunda del hombre no es el sexo, como pretendía Freud. La
dimensión más profunda del hombre desde el punto de vista psicológico es la
trascendente: El hombre necesita una razón para vivir, una razón para sufrir,
una razón para dar lo mejor de sí mismo, una razón para morir. Y cuando
carece de esta razón, enferma; y enferma de la enfermedad típica de nuestro
tiempo, que es la angustia. Sayés dice que la enfermedad de hoy es la angustia,
el inmenso vacío que el hombre de hoy, que quiere comprar la felicidad, lleva
en el fondo de su corazón.
La felicidad—decía V. Frankl—no se puede buscar nunca
directamente; sólo puede venir como consecuencia de haber entregado lo mejor de
nosotros mismo por una causa noble. Ante esto concluye Sayés que el hombre moderno que
carece de ideales para dar lo mejor de sí mismo, se cierra por ello a la
posibilidad de la felicidad. Y continúa diciendo: No se puede entregar la vida
cuando no se sabe lo que es: Sólo cuando sabemos que venimos del amor y que
volvemos a él venciendo el sufrimiento y la muerte es cuando podemos dar lo
mejor de nosotros mismo con desinterés y alegría.
Continúa diciendo el autor que las cruces y
los interrogantes de la vida son aún más. “El mal no sólo lo encuentra uno
en la decepción que recibe de los demás. Lo encuentra también uno mismo en la
impotencia de ser constante en el bien, en la incapacidad para cumplir todas
las exigencias que manan de la vida. Añadamos a esto la existencia del mal y
del sufrimiento injustos que se dan en el mundo. Añadamos el cúmulo de
injusticias que a veces pesan sobre el hombre. Añadamos aquello momentos de la
vida en los que llegamos a pensar que en el mundo frecuentemente triunfa el mal
sobre el bien.
Hay finalmente, dice Sayés, una certeza de la
que el hombre no se puede liberar: La certeza de la propia muerte, la
certeza de un fin que acabará con todas sus ilusiones. Pero ante la muerte dice
el autor el hombre no puede resignarse, porque ésta es algo que aplasta y
entierra su sed permanente de felicidad.
El autor menciona que Camus decía que el hombre no
tiene esperanza trascendente, sino que está obligado a realizar en su vida un
esfuerzo enorme e inútil que no conduce a ninguna parte, que la existencia es
un repetir de actos y de esfuerzos sin sentido alguno. Dice Camus: “sólo hay un
problema filosófico verdaderamente importante, el suicidio. Juzgar sin la vida
vale o no vale la pena de ser vivida es responder a la cuestión fundamental de
la filosofía”.
Concluye Sayés diciendo que el hombre no puede
“pasar de Dios”, sólo puede pasar de Dios apagando, desoyendo la voz de su
conciencia, aturdiéndose por el consumismo y la satisfacción inmediata,
drogando la voz de su interior que le pide un sentido pleno para su vida. Este
deseo de sentido último, este interrogante sobre la vida y la muerte que lleva
en sí mismo el hombre de todos los tiempos, es el planteamiento justo del
problema de Dios.
El autor termina diciendo que estos
interrogantes nos muestran que el problema de Dios tiene sentido para el
hombre y que nadie puede ser indiferente a ello, dice que ese deseo es una
prueba de que tendemos al infinito, pero sin embargo no es una prueba de que el
infinito existe. Dice que no nos basta el deseo de Dios, sino que hay que
buscarlo.
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