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martes, 8 de mayo de 2018
Horacio Quiroga. Cuentos de la selva para los niños: 7. El paso del Yabebirí
El paso del Yabebirí
En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque
«Yabebirí» quiere decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a
veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo
picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para
llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los
dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres
van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando
millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean
grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven
para nada.
Ahora bien, una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran
bombas de dinamita, porque tenía lástima de los pececitos. Él no se oponía a
que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a
millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al
principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno,
los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy
contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a
los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla. Y cuando él andaba
por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy
contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel
lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el
Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al
zorro:
—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
—¡Ahí viene! —gritó el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre
viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un
hombre bueno!
—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! —contestaron las rayas—
. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar!
—¡Cuidado con él! —gritó aún el zorro—. ¡No se olviden de que es el tigre!
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y
apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el
pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la
arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en
el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se
apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que
una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la
gran cantidad de sangre que había perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo
moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
—¡El tigre! ¡El tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la
orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía
persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también
muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como
muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de
matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si le hubieran
clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las
rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el
aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el
agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que
eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
—¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
—¡No salimos! —respondieron las rayas.
—¡Salgan!
—¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
—¡Él me ha herido a mí!
—¡Los dos se han herido! ¡Ésos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí
está bajo nuestra protección!… ¡No se pasa!
—¡Paso! —rugió por última vez el tigre.
—¡NI NUNCA! —respondieron las rayas.
(Ellas dijeron «ni nunca» porque así dicen los que hablan guaraní, como
en Misiones).
—¡Vamos a ver! —rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar
un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si
lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río,
y podría así comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río,
pasándose la voz:
—¡Fuera de la orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la
canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el
paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó
loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y
creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas…
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como
puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra v ez las rayas, que le
acribillaban las patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó
un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de
costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como
si estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las
rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas
porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más…
Y ellas no podrían defender más el paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca
de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua
turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua
con la boca, gritó:
—¡Rayas! ¡Quiero paso!
—¡No hay paso! —respondieron las rayas.
—¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! —rugió la tigra.
—¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! —respondieron ellas.
—¡Por última vez, paso!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una
raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos.
Al rugido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose:
—¡Parece que todavía tenemos cola!
Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se alejaba
de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su
enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las
rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se
apoderó entonces de las rayas.
—¡Va a pasar el río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que mate
al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.
—¡Pero qué hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero… ¡La
tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a
toda costa!
Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de
pronto:
—¡Ya está! ¡Que vayan los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros!
¡Ellos nadan más ligero que nadie!
—¡Eso es! —gritaron todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de
dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas
arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a
los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas habían corrido ya a la otra orilla, y en cuanto la tigra hizo
pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos.
El animal, enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacía volar
nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra
sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo
y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente
hinchadas; por allí tampoco se podía ir a comer al hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la
tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una
larga conferencia. Al fin dijeron:
—¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir
todos. ¡Van a venir todos los tigres y van a pasar!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta
experiencia.
—¡Sí, pasarán, compañeritas! —respondieron tristemente las más viejas—.
Si son muchos acabarán por pasar… Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de
hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre,
pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo
que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían
comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le
habían salvado la vida, y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que
estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
—¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán…
—¡No pasarán! —dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro amigo y no
van a pasar!
—¡Sí, pasarán, compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz
baja—: El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con
muchas balas… pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los pescados…
y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
—¿Qué hacemos entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
—A ver, a ver… —dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la
frente, como si recordara algo—. Yo tuve un amigo… un carpinchito que se crió
en casa y que jugaba con mis hijos… Un día volvió otra vez al monte y creo que
vivía aquí, en el Yabebirí… pero no sé dónde estará…
Las rayas dieron entonces un grito de alegría:
—¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de
la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar enseguida!
Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al
carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de
la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma,
escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con
el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo
rugido: eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas
llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la
dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la
casa del hombre.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse
en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras,
de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas
acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados
cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de
la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero
el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla,
dispuestas a defender a todo trance el paso.
—¡Paso a los tigres!
—¡No hay paso! —respondieron las rayas.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban
velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando
órdenes, y les gritaron:
—¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que
todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor
de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló enseguida, río arriba y río abajo, haciendo
rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
—¡Paso, de nuevo!
—¡No se pasa!
—¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si no dan paso!
—¡Es posible! —respondieron las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de
tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
—¡Paso pedimos!
—¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron
al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les
acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un
rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos, manoteando como locos en
el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los
tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares… pero
los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en
la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las
patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas
volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los
tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media hora, todos los
tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno
solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas,
muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
—No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a
buscar refuerzos! ¡Que vengan enseguida todas las rayas que haya en el
Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligero que
dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
—¡No podremos resistir más! —le dijeron tristemente las rayas.
Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su
amigo.
—¡Váyanse, rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo!
¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
—¡NI NUNCA! —gritaron las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras haya
una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre
bueno que nos defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
—¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les
aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato;
esto yo se lo aseguro a ustedes!
—¡Sí, ya lo sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas.
Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En
efecto: los tigres, que ya habían descansado, se pusieron bruscamente en pie, y
agachándose como quien va a saltar, rugieron:
—¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
—¡NI NUNCA! —respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los
tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el
Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma
en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres
rugían de dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército
de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas:
las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad
había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas.
Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que
los tigres pasarían; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a
su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil.
Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas,
gritaron:
—¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en
un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus
cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y
peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que
llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se
mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para
entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la
cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición
cargó el winchester con la rapidez de un rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas,
ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los
tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un
estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un
gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.
—¡Bravo, bravo! —clamaron las rayas, locas de contento—. ¡El hombre
tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el
hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a
cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con
grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron
muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron
al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y
entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo
saltar el agua de contento.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan
numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas
que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de
verano le gustaba tenderse en la play a y fumar a la luz de la luna, mientras las
rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los peces que no le conocían,
contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez
contra los tigres.
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