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martes, 8 de mayo de 2018
Horacio Quiroga. Cuentos de la selva para los niños: 5. La gama ciega
La gama ciega
Había una vez un venado —una gama— que tuvo dos hijos mellizos, cosa
rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y quedó sólo la
hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le hacían siempre cosquillas en
los costados.
Su madre le hacía repetir todas las mañanas, al rayar el día, la oración de
los venados. Y dice así:
I
Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas
son venenosas.
II
Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a beber, para
estar seguro de que no hay yacarés.
III
Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento,
para sentir el olor del tigre.
IV
Cuando se come pasto del suelo, hay que mirar siempre antes los yuyos
para ver si hay víboras.
Éste es el padrenuestro de los v enados chicos. Cuando la gamita lo hubo
aprendido bien, su madre la dejó andar sola.
Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las
hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba
podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como el
de las pizarras.
¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy
traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían
salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban
apuradas por encima.
La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy
despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran
placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima, porque las bolas de color
pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón.
Hay abejas así.
En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contento fue a
contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente.
—Ten mucho cuidado, mi hija —le dijo—, con los nidos de abejas. La miel
es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los
nidos que veas.
La gamita gritó contenta:
—¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican; las abejas, no.
—Estás equivocada, mi hija —continuó la madre—. Hoy has tenido suerte,
nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas a
dar un gran disgusto.
—¡Sí, mamá! ¡Sí, mamá! —respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a
la mañana siguiente, fue seguir los senderos que habían abierto los hombres en
el monte, para ver con más facilidad los nidos de abejas.
Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con una
fajita amarilla en la cintura, que caminaban por encima del nido. El nido
también era distinto; pero la gamita pensó que, puesto que estas abejas eran
más grandes, la miel debía ser más rica.
Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas creyó que su
mamá exageraba, como exageran siempre las madres de las gamitas. Entonces
le dio un gran cabezazo al nido.
¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron enseguida cientos de avispas,
miles de avispas que le picaron en todo el cuerpo, le llenaron todo el cuerpo de
picaduras, en la cabeza, en la barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los
mismos ojos. La picaron más de diez en los ojos.
La gamita, loca de dolor, corrió y corrió gritando, hasta que de repente
tuvo que pararse porque no veía más: estaba ciega, ciega del todo.
Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más. Se quedó
quieta entonces, temblando de dolor y de miedo, y sólo podía llorar
desesperadamente.
—¡Mamá!… ¡Mamá!…
Su madre, que había salido a buscarla, porque tardaba mucho, la halló al
fin, y se desesperó también con su gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso
hasta su cubil, con la cabeza de su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del
monte que encontraban en el camino, se acercaban todos a mirar los ojos de la
infeliz gamita.
La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella sabía
bien que en el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía un hombre que
tenía remedios. El hombre era cazador, y cazaba también venados, pero era un
hombre bueno.
La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un hombre que
cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió a hacerlo. Pero antes quiso
ir a pedir una carta de recomendación al Oso Hormiguero, que era gran amigo
del hombre.
Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó corriendo
el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando llegó a la guarida de su amigo,
no podía dar un paso más de cansancio.
Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de una
especie pequeña, cuyos individuos tienen un color amarillo, y por encima del
color amarillo una especie de camiseta negra sujeta por dos cintas que pasan
por encima de los hombros. Tienen también la cola prensil, porque viven
siempre en los árboles, y se cuelgan de la cola.
¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el Oso Hormiguero y el
cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de llegar el motivo a
nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.
—¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! —llamó jadeante.
—¿Quién es? —respondió el Oso Hormiguero.
—¡Soy yo, la gama!
—¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?
—Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador. La
gamita, mi hija, está ciega.
—¿Ah, la gamita? —le respondió el Oso Hormiguero—. Es una buena
persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada escrito…
Muéstrele esto, y la atenderá.
Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama una
cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún los colmillos
venenosos.
—Muéstrele esto —dijo aún el comedor de hormigas—. No se precisa más.
—¡Gracias, Oso Hormiguero! —respondió contenta la gama—. Usted
también es una buena persona.
Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.
Al pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas
llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y
arrimarse a las paredes, para que los perros no las sintieran. Ya estaban ante la
puerta del cazador.
—¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! —golpearon.
—¿Qué hay? —respondió una voz de hombre, desde adentro.
—¡Somos las gamas!… ¡TENEMOS LA CABEZA DE VÍBORA!
La madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera bien que ellas
eran amigas del Oso Hormiguero.
—¡Ah, ah! —dijo el hombre, abriendo la puerta—. ¿Qué pasa?
—Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.
Y contó al cazador toda la historia de las abejas.
—¡Hum!… Vamos a ver qué tiene esta señorita —dijo el cazador. Y
volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con una sillita alta, e hizo sentar en
ella a la gamita para poderle ver bien los ojos sin agacharse mucho. Le examinó
así los ojos, bien de cerca con un vidrio redondo muy grande, mientras la mamá
alumbraba con el farol de viento colgado de su cuello.
—Esto no es gran cosa —dijo por fin el cazador, ayudando a bajar a la
gamita—. Pero hay que tener mucha paciencia. Póngale esta pomada en los ojos
todas las noches, y téngala veinte días en la oscuridad. Después póngale estos
lentes amarillos, y se curará.
—¡Muchas gracias, cazador! —respondió la madre, muy contenta y
agradecida—. ¿Cuánto le debo?
—No es nada —respondió sonriendo el cazador—. Pero tenga mucho
cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive precisamente un hombre
que tiene perros para seguir el rastro de los venados.
Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a cada
momento. Y con todo, los perros las olfatearon y las corrieron media legua
dentro del monte. Corrían por una picada muy ancha, y delante la gamita iba
balando.
Tal como lo dijo el cazador se efectuó la curación. Pero sólo la gama supo
cuánto le costó tener encerrada a la gamita en el hueco de un gran árbol,
durante veinte días interminables. Adentro no se veía nada.
Por fin una mañana la madre apartó con la cabeza el gran montón de
ramas que había arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz, y la
gamita con sus lentes amarillos, salió corriendo y gritando:
—¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!
Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también de alegría, al
ver curada su gamita.
Y se curó del todo. Pero aunque curada, y sana y contenta, la gamita tenía
un secreto que la entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a toda costa
pagarle al hombre que tan bueno había sido con ella, y no sabía cómo.
Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a recorrer la
orilla de las lagunas y bañados, buscando plumas de garza para llevarle al
cazador. El cazador, por su parte, se acordaba a veces de aquella gamita ciega
que él había curado.
Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto, muy
contento porque acababa de componer el techo de paja, que ahora no se llovía
más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban. Abrió la puerta, y vio a la gamita
que le traía un atadito, un plumerito todo mojado de plumas de garza.
El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque creía que el
cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó entonces plumas
muy grandes, bien secas y limpias, y una semana después volvió con ellas; y esta
vez el hombre, que se había reído la vez anterior de cariño, no se río esta vez
porque la gamita no comprendía la risa. Pero en cambio le regaló un tubo de
tacuara lleno de miel, que la gamita tomó loca de contento.
Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella se
empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que valen mucho dinero, y se
quedaba las horas charlando con el hombre. Él ponía siempre en la mesa un
jarro enlozado lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su amiga. A veces le
daba también cigarros que las gamas comen con gran gusto, y no les hacen mal.
Pasaban así el tiempo, mirando la llama, porque el hombre tenía una estufa de
leña mientras afuera el viento y la lluvia sacudían el alero de paja del rancho.
Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de tormenta. Y
cuando caía la tarde y empezaba a llover, el cazador colocaba en la mesa el
jarrito con miel y la servilleta, mientras él tomaba café y leía, esperando en la
puerta el ¡tan-tan! bien conocido de su amiga la gamita.
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